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NUEVA HISTORIA DE LA IGLESIA

 

CAPITULO XXXIII

LAS ARTES (1150-1300)

 

Los decenios centrales del siglo XII constituyen una línea divisoria en la historia de la literatura, de la sensibilidad, del pensamiento y de la enseñanza. Conocieron también una revolución incomparable en el estilo arquitectónico. Es difícil encontrar en la historia europea moderna un ejemplo análogo de cambio tan radical de estilo, en medio de un período de progreso técnico y de relativa estabilidad en las exigencias de la clientela y en los problemas de la construcción. La revolución se efectuó en el plano de los talleres de albañiles. La construcción de las bóvedas evolucionó progresivamente: del medio punto o de la cúpula de hormigón o manipostería se pasó a la bóveda de aristas o de crucería, en la que el arco de medio punto cede el lugar al arco apuntado. Finalmente, el edificio robusto y rígido, con sus piedras o ladrillos y sus empujes verticales, se transformó en una osamenta alta atravesada por empujes diversos. La albañilería se redujo casi a una armazón de piedra. El vidrio reemplazó a la piedra entre las líneas de apoyo. En adelante, los arquitectos buscaron la gracia, la esbeltez, las proporciones entre todos los elementos del edificio y no, como anteriormente, la fuerza y la simetría. El arco ojival, las innumerables líneas ascendentes, el pináculo, la flecha y enrejado geométrico daban la impresión de una ligereza fascinante. La piedra parecía estar animada por la inteligencia y dirigirse hacia el cielo.

Se siente la tentación de ver en estos cambios un aspecto de la evolución general de la sensibilidad, que hizo pasar también de la literatura humanista y del pensamiento platónico a la lógica, a las matemáticas y a Aristóteles. Se siente la tentación de relacionar la lógica formal, la dialéctica y la controversia con las figuras geométricas, las proporciones exactas y las tensiones equilibradas. En una palabra: uno se siente tentado a establecer un paralelo entre el riguroso legalismo de la época y la rigidez y resistencia de la nueva arquitectura. La evolución que va de París a Amiens y de Amiens a Beauvais y el aumento de las posibilidades de la albañilería y del cálculo hasta límites insospechados pueden tener una relación psicológica e implicar un paralelo estético con respecto a la invasión del pensamiento lógico en el universo de la razón, que fue obra de los nominalistas y de los partidarios del papado a principios del siglo xiv. Igualmente existen elementos comparables entre la arquitectura de la Suma Teológica y la catedral de Salisbury. Sin embargo, no hay que foirzar tales comparaciones. Durante la misma época hubo evoluciones diferente. En escultura, si no en arquitectura, el nuevo humanismo apareció en el momento en el que los edificios alcanzaban su máximo rigor.

Uno de los rasgos más salientes de lo que puede llamarse la religión popuar de los siglos XI y XII fue la intervención del pueblo de las ciudades y de las provincias en los trabajos manuales necesarios en la construcción de grandes iglesias. Uno de los primeros ejemplos de este fenómeno fue la construcción de la abadía de Saint-Trond (hacia 1065) cerca de Lieja. «Era maravilloso verla multitud de trabajadores llevando piedras, arena, madera y otros materiales, de día y de noche, en carros y carretas que la gente proporcionaba a su costa... Cuando llegaban las carretas de Colonia, el pueblo las arrastraba con una cuerda de ciudad en ciudad sin servirse de animales de tiro».

Casi medio siglo después (1145) se llevó a cabo la construcción de la célebre catedral de Chartres: «Este año —escribe el cronista Roberto de Torigny— los hombres comenzaron a transportar en carretas de mano piedras y vigas para la construcción de la iglesia allí donde se levantaban las torres; y no sólo allí, sino que lo mismo ocurría por todas partes en Francia y Normandía».

Si tales relatos son dignos de crédito, el año 1145 fue maravilloso, aunque no excepcional. La iglesia de Notre Dame de Chalons-sur-Marne fue construida entre 1162 y 1171: «Cuando las carretas llenas de piedras llegaron a la ciudad, pudo verse a los caballeros y a las damas, a los jóvenes de ambos sexos y a los ancianos bajar a la calle con los pies desnudos. Unos ataban cuerdas a los carros; otros, que no tenían cuerdas, empujaban con la mano...; otros iban formando escolta hasta la iglesia de la Santísima Virgen cantando y aplaudiendo».

La catedral de Chartres fue destruida por un incendio en 1194. «Cuando hubo que construir una iglesia completamente nueva, se prepararon los carros, cada uno animó a su vecino a ayudar, emprendiendo y terminando todo lo que los obreros les encargaban hacer».

Treinta años más tarde, en Le Mans, al trasladar las reliquias de san Julián ocurrió lo siguiente: «Después de Pascua, una gran muchedumbre de ciudadanos de todas las edades, sexo y condiciones se presentó en la iglesia de San Julián. Para adecentar el lugar quitaron todos los escombros y rivalizaron en afán para limpiar completamente la iglesia. Las amas de casa y otras mujeres hacendosas, contra sus costumbres y sin preocuparse de sus preciosos trajes, cogían escombros en telas de colores variados, rojas y verdes. Muchas los llevaban en sus propias faldas sin importarles mancharse. Otras llenaban de arena los delantales de sus hijos y los transportaban. Niños de tres años... se llevaban la tierra en sus refajos... Los hombres transportaban grandes vigas y piedras pesadas... En poco tiempo llevaron a cabo lo que trabajadores asalariados no habrían hecho en muchos años».

En una memoria notable y realmente excepcional, que es a la vez un programa y una apología, el abad de Saint-Denis nos pone de manifiesto el aspecto práctico de su obra. El núcleo carolingio de Saint-Denis era excesivamente reducido: «Con frecuencia, los días de fiesta, cuando la iglesia está totalmente llena, la muchedumbre desborda por todas sus puertas. Los que salen tropiezan con otras personas. Un empuje centrífugo estorba a los que tratan de entrar y arroja a los que ya han entrado. A veces los miles de personas que hay dentro están tan apretadas que nadie puede mover un pie. La presión es tal que lo único que se puede hacer es quedarse inmóvil como una piedra, paralizado, pudiendo sólo gritar... Las mujeres sufren terriblemente, pues están como en una prensa aplastadas por hombres corpulentos. Pálidas como cadáveres, se quejan como si fueran a dar a luz. A menudo son pisoteadas. A otras las levantan por los aires hombres galantes y caminan sobre las cabezas como por una acera. Otras apenas pueden respirar y yacen en el patio del claustro tratando de recobrar la respiración. Los frailes que llevan el clavo y la corona de espinas no pueden volverse y a menudo tienen que escapar con las reliquias por una ventana».

Suger asistió a todas las etapas de la reconstrucción. «Una noche, al volver de maitines me puse a pensar en la cama que debería recorrer personalmente los bosques cercanos, explorarlos y abreviar esas dilaciones y esos trabajos si podía encontrar vigas. En seguida, prescindiendo de otras preocupaciones, salí muy temprano con carpinteros y, llevando la dimensión de las vigas, me dirigí rápidamente al bosque de Rambouillet. Al atravesar nuestra tierra del valle de Chevreuse mandé llamar a los guardias y a todos los que conocían bien los bosques; les ordené que, bajo juramento, me dijesen si había probabilidades de encontrar allí vigas de aquellas dimensiones. Sonrieron y, si hubiesen podido, se habrían reído a carcajadas, extrañados de que ignorásemos que en toda aquella tierra no existía nada parecido [...]. Yo prescindí de lo que decían y con audaz confianza empecé a recorrer todo el bosque [...]. Yendo a través de los montes y de la espesura de los bosques, a través de zarzas y espinos, a la hora de nona o algo antes, ante el asombro de todos los presentes, encontré doce vigas».

En otra ocasión, Suger participó en lo que él llamó «un milagro notable y divertido»: «Estaba apurado —escribe— porque carecía de joyas, cuando... dos cistercienses y un monje de Fontevrault se presentaron en mi habitación, junto a la iglesia, con cantidad de piedras preciosas (jacintos, zafiros, esmeraldas, topacios...) que habían recibido de limosna y querían vender. Procedían del tesoro del rey Enrique I de Inglaterra. Di gracias a Dios y les di 400 libras por el lote, aunque valían mucho más».

Nos preguntamos si Suger habló de esto al abad de Claraval. Sea lo que fuere, la obra de Suger dejó huella en la época. Su primera finalidad era, como él escribe, dar a Dios, sobre todo en el altar en que se celebraba el santo sacrificio, todas las cosas más ricas y bellas. Pero quería que el espíritu de los que admirasen su iglesia se elevase de la contemplación de las cosas materiales a la de los bienes espirituales.

A veces se ha pensado que quienes frecuentaban o contemplaban las grandes iglesias medievales en todo su esplendor apreciaban muy poco la belleza arquitectónica. Pero no ocurrió así. Muchos relatos detallados prueban que las iglesias eran apreciadas desde el punto de vista estético y técnico. Uno de los relatos más antiguos es el que describe largamente la obra ejecutada en la abadía de Saint-Bénigne, en Dijon, por el gran abad Guillermo de Volpiano (abad desde el 990 a 1031), obra que anticipa en cierta medida la de Suger. El cronista de la abadía escribe: «No es perder el tiempo relatar por escrito para el que no lo sabe la obra extraordinariamente ingeniosa del abad, su forma y su significación interna. Por muchos motivos tiene una significación simbólica, que se ha de atribuir a la inspiración divina más que a la habilidad técnica».

El cronista describe largamente un dibujo notable y complicado y termina con una descripción detallada del arca de madera que contenía las reliquias, «... la cual estaba totalmente cubierta de oro y plata; había sobre ella bellísimos relieves que representaban el nacimiento y la pasión. Sin embargo, años después, durante una época de hambre, el abad Guillermo deshizo esta soberbia obra de arte y vendió los fragmentos a fin de comprar alimentos para los pobres».

Siglo y medio más tarde, Gervasio de Canterbury describe con viveza el incendio de 1174, el coro en ruinas y la reunión de expertos llegados de todas partes: «... Entre ellos había un hombre de Sens llamado Guillermo. Tenía mucha fuerza y gran habilidad en las construcciones de madera y piedra. Por esto y por su honradez, los monjes lo escogieron a él solo para que terminara la reconstrucción».

El cronista continúa recapitulando la historia arquitectónica de la iglesia desde la conquista normanda. Etapa tras etapa va describiendo la reconstrucción, el accidente de que fue víctima Guillermo de Sens y la continuación de la obra por un inglés llamado también Guillermo. Aunque contiene más detalles concernientes a la arquitectura que descripciones de los elementos ornamentales, este relato enlaza con el de Suger porque no describe una gran iglesia que se levanta con todas sus columnas y bóvedas. La iglesia que Suger reconstruyó era la de san Dionisio Areopagita, el gran doctor místico, cuya carrera legendaria a través de los siglos es tan maravillosa como la carrera postuma que tuvo en París. La abadía unida a esta iglesia poseía una traducción y un comen­tario de Dionisio Areopagita por Juan Escoto Eriúgena. Se ha asimilado la doctrina de Plotino acerca de la emanación del Uno bajo la forma de espíritu y de inteligencia en todos los seres, a la participación de todas las criaturas, sobre todo de los espíritus angélicos y humanos, en la verdadera luz del mundo, el Hijo de Dios. La luz del día se asociaba analógicamente a la luz increada. El espíritu del cristiano podía elevarse a Dios de luz en luz. Así, pues, para Suger, el esplendor de la luz y los colores y el brillo del oro y de las joyas en las paredes y ventanas constituían una emanación, un tímido reflejo de la gloria eterna de Dios. Como él escribió en las puertas de la iglesia en versos que muestrán el poder «anagógico» y el simbolismo de la belleza material, «la obra resplandeciente brilla; ojalá esta obra brillante ilumine nuestro espíritu para que podamos ir desde las luces verdaderas a la verdadera luz, cuya verdadera puerta es Cristo... El espíritu débil se eleva a la verdad por medio de las cosas materiales».

Suger aprendió también mucho de otro contemporáneo, Honorio de Autun. En el Espejo de la Iglesia, este autor nos muestra profusamente y por primera vez todos los símbolos o tipos neo testamentarios que pueden encontrarse en el Antiguo Testamento. Desde entonces, los diversos simbolismos, incluida la analogía teológica y mística, invadieron los temas de la escultura y de la vidriera, lo mismo que los grupos de personajes (profetas y sacerdotes, santos y apóstoles) que simbolizaban el Antiguo y el Nuevo Testamento. Si, como se ha afirmado, la iglesia de Suger fue la primera que tuvo una portada gótica —con la nueva versión del juicio final y los temas escultóricos del tímpano—, si Suger es también el inventor del rosetón y del tema del árbol de Jesé en las grandes vidrieras, este hombre merece ser clasificado entre los más notables del siglo XII, es decir, junto a Abelardo, Graciano y Pedro Lombardo, que determinaron de manera decisiva los decenios siguientes.

La catedral o la gran iglesia de ciudad fue, a mediados de la Edad Media, no sólo el lugar donde se celebraba solemnemente la liturgia, sino también el recinto en que se reunían para toda clase de actividades religiosas o pararreligiosas. Contaba siempre con la tumba de algún santo venerado o con una imagen famosa. Los días de fiesta se exponían las reliquias. En Navidad y Pascua se celebraban también los dramas litúrgicos y los misterios. Los habitantes de la ciudad y los del campo se reunían en la catedral para visitar su relicario favorito o sencillamente para pasearse alrededor del gran edificio, para admirar sus lámparas y sus cirios y recibir del obispo bendiciones o indulgencias. Cuando, una tarde trágica de diciembre de 1170, los caballeros entraron espada en mano en la catedral de Canterbury, débilmente iluminada, en busca del arzobispo, tropezaron con grupos de ciudadanos que se paseaban por las naves laterales a la hora de vísperas. Cuatro años después, una borrasca de septiembre arrojó sobre el techo de la catedral unas chispas procedentes de las casas cercanas que estaban ardiendo, lo cual causó la destrucción de la mitad del edificio; los ciudadanos, que ya estaban afligidos, se pusieron a golpear las paredes con la cabeza y las manos y, según cuenta el cronista, maldijeron a Dios y a los santos patronos por no haber preservado su santuario. En Chartres, veinte años después, los sacerdotes y los laicos, que habían perdido todo en el incendio, no se preocuparon de sus pérdidas personales y consideraron que la única catástrofe era «la pérdida de la casa de la Santísima Virgen, gloria peculiar de la ciudad, blanco de las miradas de toda la cristiandad, lugar incomparable de oración».

Como escribe Émile Male, la catedral de Chartres era «el pensamiento de la Edad Media hecho visible». Se han contado seis mil personas en la portada y en las ventanas; puede decirse que es una lista completa de los protagonistas del Antiguo y del Nuevo Testamento, de la historia y de la leyenda cristiana. Los especialistas de la historia del arte han probado que no fue accidental ni fortuita la elección de los temas y la manera de tratarlos. Estos hombres se habían formado en las escuelas y habían asimilado el saber de los comentaristas de la Escritura y de los teólogos. De este modo, lo que representaba la piedra o el vidrio reflejaba visiblemente lo que esos hombres habían leído y las doctrinas que predicaban. Si las iglesias pequeñas eran, gracias a sus pinturas murales, las «Biblias del pobre», las catedrales y las iglesias abaciales no eran únicamente Biblias ilustradas. Eran también, sobre todo en Francia, gracias a sus esculturas y sus vidrieras, «vulgarizaciones» de la Leyenda áurea de Jacobo de Vorágine, del Espejo de la historia de Vicente de Beauvais, de la enseñanza sacramental de Hugo de San Víctor y del Espejo de la Iglesia de Honorio de Autun. En un célebre pasaje, Émile Male ha caracterizado todas las catedrales de Francia según los temas que presentan: Amiens es la catedral del Mesías, cuya estatua, «le beau Dieu», aparece en primer plano; Nuestra Señora de París es la iglesia de la Virgen; Laon es una lección de teología; Reims, el santuario nacional; Bourges recuerda a todos Jos santos; Ruán es como un libro de horas ricamente miniado.

En Chartres (1195-1260) está casi lograda la planta característica de las grandes catedrales del centro de Francia: la línea de las dobles naves laterales rodea el ábside gracias al deambulatorio y a las capillas; esto da un gran espacio oblongo que se prolonga al este por un semicírculo; la fachada oeste, el transepto, el ábside y las torres dan la impresión de un edificio estrecho y cruciforme. Tal planta alcanza su perfección en París, Reims, Amiens y Bourges. Toledo y Colonia son formas exportadas de la misma. En Normandía, especialmente en Ruán, y en toda Inglaterra rara vez se han sustituido la nave larga y estrecha y el ancho transepto de la iglesia original. Las catedrales típicamente góticas como Lincoln y Salisbury son —en contraste con las de Francia— estrechas y angulosas, con transeptos acusados, largos presbiterios y el extremo oriental cuadrado. En las catedrales góticas de la baja Edad Media, cuando tienen coro con verjas, no es posible que toda la asamblea vea el altar y escuche el sermón; desde ese punto de vista, las catedrales inglesas son las menos adaptadas.

No nos corresponde estudiar la historia de la arquitectura medieval en cuanto tal. Pero no daríamos una idea completa de la vida monástica en la Edad Media si no indicásemos cuál fue su soporte material. Se han sucedido los desastres de la Guerra de los Cien Años, la Reforma, la Guerra de los Treinta Años, la Revolución francesa y las dos grandes guerras mundiales. Ha habido destrozos producidos por el fuego y la tempestad. El viento y el agua han ejercido su influjo demoledor sobre esos edificios que han resistido a los elementos, incluso cuando descansaban sobre cimientos ligeros y terreno húmedo. Durante más de dos siglos esos edificios han estado totalmente descuidados. Sin embargo,después de todo esto, la arquitectura gótica existente aún en Francia, Inglaterra, Alemania, Flandes, España y Portugal está completamente íntegra. Pocas personas conocen todos los grandes edificios de su propio país. Hasta época reciente, la catedral medieval dominaba todos los puntos de vista, próximos o lejanos, de la ciudad. Si actualmente la sobrepasan en volumen y en altura los silos y rascacielos, éstos, lejos de deslucir su belleza, la resaltan. Lo que la catedral es para la ciudad antigua y el monasterio para el paraje circundante, lo es la iglesia parroquial para el pueblo o la aldea. Todavía hoy es el único edificio que se distingue al contemplar un paisaje en pleno campo. La relación entre esas grandes iglesias y la aglomeración cercana debía de ser aún más sorprendente en la Edad Media que ahora. La catedral de Ely, que hoy sólo tiene a sus pies un pueblo grande, nos permite imaginar lo que fueron en el siglo XIII Estrasburgo o Burgos.

Durante casi cuatro siglos, el arte gótico se extendió por todo el norte de Europa occidental. El más puro se encuentra en Inglaterra y en el norte y centro de Francia. En otras regiones toma diferentes formas. Las iglesias magníficas, aunque excéntricas, del sur de Francia —Albi, Saint-Bertrand de Comminges, Toulouse—; el impresionante Bachsteingothik de Alemania del norte; las catedrales de Alemania meridional, a la vez austeras y decoradas, y las iglesias de España, ricamente adornadas, son todas miembros de una misma y gran familia. Su construcción y conservación son costosas. Están poco adaptadas a las exigencias antiguas y modernas de participación de la asamblea. Las iglesias góticas, más que las otras, son tributos del genio humano ofrecidos a un Dios invisible, edificios que levantan el espíritu desde las cosas terrenas y materiales hasta el reino espiritual de la luz.

Al encontrar mayor espacio para desarrollarse, la escultura empezó igualmente a influir en la mentalidad y la vida cotidiana de la cristiandad occidental. El estilo de transición ejerce para muchos una extraordinaria seducción. En la portada real de Chartres y en algunos personajes de la fachada occidental de Wells el arte revela más que describe la dignidad humana y la potencia espiritual. Los personajes hieráticos y los ropajes convencionales aumentan la emoción en vez de disimularla. Para muchos, estas obras —como las de los artistas griegos «primitivos»— son más satisfactorias y seductoras que las obras de madurez de Praxiteles o de los escultores que ejecutaron las portadas de Amiens o de Reims. Sin embargo, hay que pensar que las obras realizadas durante la primera mitad del siglo xiii marcan el apogeo del genio medieval. La estatua de san Esteban en Senlis, la de san Teodoro en la portada sur de Chartres, las estatuillas de la portada central de Reims y la galería de personajes en la fachada oeste de Amiens son obras incomparables. Expresan la fortaleza y la pureza cristianas, muy humanas aunque con un toque de gracia divina. Las obras maestras que subsisten en Estrasburgo —realizadas unos decenios más tarde— denotan la misma perfección que se halla germanizada en Bamberg y en Naumburgo.

En la elección de los temas y en la ejecución se advierte un movimiento hacia el mundo de los seres vivos. El Juez de Moissac, lleno de bárbara majestad, rodeado de animales enormes, los terrores del último día en el tímpano de Gisleberto de Autún ceden el lugar al Redentor triunfante o a la Santísima Virgen, Madre o Reina del cielo. Tras haber sido durante mucho tiempo monopolio de los monjes, el arte comienza a atraer y a satisfacer al pueblo cristiano de las ciudades. Cristo, su madre, sus apóstoles y sus santos se convierten en personajes humanos. Están rodeados de detalles concernientes a la vida y a las ocupaciones humanas o bien de follaje y flores silvestres. La nueva acogida de la Iglesia al pueblo del siglo xiii está simbolizada en las portadas y fachadas magníficas de Notre-Dame de París, Amiens, Reims, Ruán, Estrasburgo y de una veintena de otras iglesias que desembocan en la grandiosa portada quintuple de Bourges. En Inglaterra, la lejana tradición del Westwerk otoniano ha preservado una obra de albañilería en el lado oeste que sirve para albergar las estatuas en Wells y en Lincoln. Pero por ese lado no hay ningún acceso a la plaza pública, como ocurre en muchas catedrales de España y de Italia.

A partir de fines del siglo XII, el arte sale del claustro. La miniatura de manuscritos, sobre todo la de los libros religiosos y destinados a la piedad personal, dio lugar a negocios comerciales. Era obra de artistas laicos que trabajan en sus talleres domésticos. Los temas tratados y la finalidad siguen siendo enteramente religiosos; pero el artista se preocupa de la vida del mundo. Los animales grotescos e indefinibles —representados ya antes en las franjas de la tapicería profana de Bayeux— aparecen ahora en las Biblias y salterios. Más tarde, el salterio se convirtió en un libro de estampas de la caballería y la cortesía. La arquitectura y la escultura se transforman en profesiones honrosas. Se buscan en países lejanos artistas hábiles para encomendarles las obras. A principios del siglo xiii los arquitectos de la Isla de Francia trabajan en Westminster, en Alemania y en el sur de Francia.

La pintura estaba retrasada respecto a la escultura. No llegó a su madurez hasta la época de Dante. Nunca fue un arte monástico. Los religiosos que lo ejercieron a fines de la Edad Media, como Fra Angélico y Lorenzo Monaco, lo hicieron a título personal. Sin embargo, durante más de un siglo la pintura fue ante todo religiosa en su objeto y sus temas. Giotto, Simone Martini, Taddeo Gaddi y Ambrosio Lorenzetti son artistas religiosos profesionales que representan temas religiosos porque se los piden o bien porque la vida de Cristo o la Asunción son para esos jóvenes artistas lo que las Sentencias de Pedro Lombardo para los jóvenes teólogos de esta época: temas clásicos que ofrecen una oportunidad para manifestar el talento y competir con otros. Al final del período que estudiamos, en todas las regiones donde florecía o subsistía la fe católica se hacían encargos de iglesias, pinturas religiosas y estatuas. Pero Fra Angélico fue quizá el último gran artista cuya obra expresa la vida espiritual. En su manera, si no en su genio y en su técnica, reflejaba una época ya pasada. Sería necesario un historiador del arte que fuese a la par historiador de la piedad para precisar la relación entre el arte de la Baja Edad Media y la decadencia del fervor religioso.

Si la arquitectura, la pintura y las artes plásticas no expresan ya necesidades ni intuiciones de orden religioso, las necesidades religiosas se imponen todavía al mundo artístico, incluso cuando las obras de arte ya no son de inspiración religiosa. Así, la evolución de la planta de las iglesias, sobre todo en las ciudades, está determinada a partir de 1200 por las necesidades del pueblo y no por las prácticas eclesiásticas. Paradójicamente, algunas de las mayores iglesias medievales fueron iglesias monásticas, como la de Cluny, o catedrales situadas en ciudades poco más importantes que pueblos. En todo caso, la catedral medieval —que era la iglesia del capítulo más bien que el centro de la diócesis— no estaba destinada primordialmente al servicio pastoral. Cuando las ciudades crecieron, cuando el sermón y la procesión se hicieron costumbres populares universalmente extendidas, los frailes fueron los primeros que construyeron iglesias que eran salones de predicación, con un altar en el extremo y con amplias naves, a menudo sin naves laterales, sin columnas ni distinción marcada del coro. Este estilo se propagó cuando se reconstruyeron las iglesias de pueblos que no estaban regidas por frailes. A fines de la Edad Media se introdujo la capilla de forma simplemente oblonga, siendo el mejor ejemplar de la misma la capilla del King’s College, en Cambridge. El plano, muy corriente, está embellecido por la decoración: esculturas, molduras, vidrieras y lazos.

En Italia, la relación entre la iglesia y las artes era muy diferente de la que existía en los países cisalpinos. La iglesia italiana presentaba una continuidad material con la iglesia del Imperio Romano. En todas las ciudades de la península existían muchas iglesias de grandes dimensiones. La población era en su mayoría cristiana. Desde la época de Gregorio Magno había habido monasterios, sobre todo en las grandes ciudades. Durante todo nuestro período, los monjes desempeñaron un papel menos importante que en los países nórdicos en lo referente a la difusión de la cultura y de las artes. Pero, casi durante un siglo, los jefes del monaquisino italiano constituyeron la punta de lanza de la reforma gregoriana. Además, Italia conoció durante todo ese tiempo una vida urbana. Incluso los barones del feudalismo decadente tuvieron estrechas relaciones con las ciudades. De este modo los ciudadanos, al menos los laicos, desempeñaron en la construcción de las iglesias un papel que no tuvo su equivalente en los países cisalpinos antes del siglo XIII. Por ese motivo, la arquitectura y las artes decorativas se atuvieron a la tradición existente. Sin duda, como ya hemos visto, Lombardia exportó a Francia y a Alemania algunas de esas innovaciones en materia de técnica arquitectónica. Pero el estilo románico del norte de la península sólo ejerció una influencia reducida, excepto en los territorios normandos del sur y sobre todo en Sicilia.

En Roma y en las otras grandes ciudades continuó el estilo tradicional, que no exigía muchos albañiles ni arquitectos. El modelo característico fue la basílica, con o sin naves laterales, y una claraboya sostenida por columnas de már­mol o de piedra. Constaba de una nave vacía y un coro rodeado por un muro de mármol o por una verja de hierro forjado que encerraba los ambones y el ciborio. En el siglo XI apareció el estilo de mosaicos llamado de Cosmati. Se uti lizaron para revestir el suelo, obteniendo efectos espléndidos mediante dibujos muy sencillos. También se emplearon para dar su belleza delicada y austera a los muros, a los ambones, a los atriles y a los candeleros de Pascua.

Algunas iglesias de tamaño mediano atraen particularmente las miradas del espectador moderno: Santa María en Cosmedin, Santa Sabina, San Lorenzo Extramuros, Santa María del Trastévere. Estas iglesias adoptaron su forma actual en el siglo XI o al principio del XII; pero denotan un progreso escaso o nulo en relación con las iglesias del tiempo de Gregorio I. El contraste que existe entre la situación social de Europa del norte hacia el año 1200 y la de Italia se refleja en la planta de las grandes iglesias. En Italia, la iglesia está hecha para la asamblea. Es espaciosa; tiene un solo altar muy visible y se abre ampliamente al exterior. En Europa del norte, la iglesia es litúrgica: la nave está hecha para las procesiones; el coro y el presbiterio son espaciosos; las capillas, numerosas. Hay un deambulatorio para los peregrinos, grandes galerías altas y asientos adosados en el coro. En lo concerniente a la arquitectura y al moblaje, las grandes catedrales del norte estaban hechas para monjes y capítulos de canónigos. Las iglesias de Italia, al menos por la forma, estaban construidas para asambleas dirigidas por un obispo. Hay que advertir que en Italia el coro de los monjes o de los canónigos se sitúa habitualmente detrás del altar o en el coretto, junto al presbiterio. En otros lugares, sobre todo en Inglaterra y en España, a partir del siglo xni el presbiterio y el coro forman una capilla cerrada y casi invisible en el interior del edificio.

El drama profano nunca se había desarrollado como verdadero arte en el Imperio Romano. En el mundo medieval no existió. Resucitó a principios del siglo XIII, cuando se comenzó en Italia a estudiar e imitar a los clásicos latinos y griegos. El drama religioso, por el contrario, alcanzó un nivel de perfección bastante alto. Sus orígenes hay que buscarlos en modelos litúrgicos y paralitúrgicos. En la época carolingia, la adaptación dramática de algunos episodios del evangelio tomó una forma literaria y litúrgica. Así, la procesión de Ramos, el himno Gloria, laus de Teodulfo, los Improperios del Viernes Santo y la secuencia pascual Victimas paschali contenían elementos de diálogo dramático. Pero se hace remontar la primera aparición del drama religioso a la Regularis concordia inglesa (hacia el 970): después del tercer responso del oficio nocturno de Pascua, cuatro monjes representan un breve «acto». Uno, vestido con alba, personifica al ángel; los otros tres, con capas, representan a las mujeres que fueron al sepulcro en la mañana de Pascua. Este rito iba acompañado del canto de un solista y un coro. Se conserva una descripción más detallada en el libro de tropos de Winchester, algo posterior. Se cree que este rito fue introducido por Fleury. No hay ningún texto que atestigüe su persistencia, pero sí hay esculturas que prueban su existencia en Francia. Un siglo después, la procesión de la hostia (es decir, de Cristo) el Domingo de Ramos —con un coro que representaba a la multitud y a los sacerdotes de Jerusalén, que salen a su encuentro— aparece en los reglamentos que Lanfranco redactó para Canterbury.

Este rito probablemente tuvo su origen en Francia, quizá en Rouen. Llegó a ser habitual en Inglaterra y sirvió de modelo después para la procesión del Corpus Christi. Había también una procesión de profetas el día de Navidad v la procesión de las santas mujeres el día de Epifanía. De estos ritos procedieron toda clase de dramas religiosos. Los temas y la forma de tratarlos se dieron desarrollando con los años. A tales dramas se les llamó misterios. Abarcaban toda la historia de la creación, la caída y la redención. Se interesaban especialmente por la infancia y la pasión de Cristo. Tomaron algunos elementos de las miniaturas y, a su vez, influyeron en la pintura de las iniciales de manuscritos y la de las vidrieras.

Poco después de los primeros misterios surgió un género afín: el milagro. Representa los incidentes acaecidos en la vida real o postuma de un mártir o de un santo. Es también en Inglaterra donde se encuentra el primer ejemplo, a comienzos del siglo XI. Se trata de algunas escenas de la vida de santa Catalina, representadas por los niños de la escuela de Dunstable. El profesor era originario del Maine. Sin duda alguna, tanto el milagro como el misterio nacieron en Francia. La afinidad estrecha entre ellos se advierte con claridad en Dunstable: como accesorios se utilizaban unas capas prestadas por el sacristán de Saint-Albans. Ambos géneros estuvieron estrechamente unidos hasta fines del sigloXII. Luego salieron «fuera de la iglesia» y fueron asumidos por las cofradías de Francia y Alemania y por los guildas de Inglaterra. Pronto se representaron en lengua vulgar (por ejemplo, el célebre misterio francés Adán a principios del siglo XIII, y en 1220, en Beverley, Inglaterra). Los misterios continuaron siendo esencialmente religiosos; pero admitieron incidentes cotidianos e incluso cómicos, así como un diálogo. Los milagros, basados en innumerables leyendas, adoptaron un giro familiar y un estilo coloquial. Este género cedió su lugar a un tercero: la moralidad, que se sitúa entre el drama religioso edificante y la comedia de los personajes que se disputan el alma humana (vicios y virtudes, ángeles y demonios). En Inglaterra, casi todas las ciudades de los Midlands del norte y de Estanglia poseían un ciclo de piezas. En París, la cofradía de la pasión representaba todos los misterios, y los clérigos de la Basoche convertían los milagros en comedias. Desde fines del siglo XIV se representaron sobre grandes carros en la calle. En Inglaterra, con ocasión de algunas fiestas como las del Corpus Christi, los diversos guildas presentaban un pageant transportado en un vehículo. Los milagros y las moralidades continuaron representándose hasta principios del siglo xvi. Algunas de esas piezas, como el ciclo de York o la moralidad de Everyman, se siguen representando todavía con éxito.

 

CUARTA PARTE

(1304-1300)

CAPÍTULO XXXIV LOS PAPAS DE AVIÑÓN